A veces el azar coincide consigo mismo, como si así pudiera justificar su propia arbitrariedad. Hace medio año la pequeña Mia nació con una enfermedad minoritaria –causada por una alteración genética–, en el hospital español de referencia de la patología que al cabo de un mes le diagnosticarían.
Al volver de sus vacaciones de verano, Elisabeth Gabau, genetista del Hospital Universitario Parc Taulí de Sabadell (Barcelona), pidió que le revisaran el cromosoma número 15. En una de sus cuatro patas había una alteración genética que confirmaba el síndrome de Prader Willi (SPW), una enfermedad poco frecuente que afecta a una de entre 15.000 y 25.000 personas, según la fuente que se consulte. Hoy se celebra el Día Mundial de las Enfermedades Minoritarias, y el equipo multidisciplinar de la unidad de atención a personas con trastornos cognitivos conductuales de base genética del Hospital de Sabadell lo celebra con el reconocimiento a su trayectoria profesional por parte de la comisión gestora del día mundial en Cataluña.
Se calcula que en el mundo existen entre 5.000 y 8.000 patologías diferentes que afectan a entre el 6% y el 8% de la población, según datos de la Organización Mundial de la Salud (OMS). Muchas son graves y se manifiestan en edad pediátrica. “A pesar de su baja prevalencia individual, en su conjunto suponen una fracción muy importante de la carga de la enfermedad mundial”, aseguran en el Centro de Investigación Biomédica en Red de Enfermedades Raras (CIBERER).
Contrariamente a su apellido de minoritaria, el SPW es una de las diez condiciones más comunes en genética clínica. Este síndrome conlleva una discapacidad intelectual asociada a numerosos síntomas que cambian con la edad del paciente, como los trastornos de sueño y de conducta, retraso en la maduración sexual, alteración en la regulación de la temperatura corporal, un umbral alto al dolor y escoliosis. Pero las manifestaciones más comunes son la hipotonía de los primeros meses de vida junto con la tendencia a la obesidad que suele aparecer más tarde.
“Este síndrome no se escapa de nada”, comenta Gabau, que forma parte de un equipo multidisciplinar de endocrinólogos, genetistas, nutricionistas, psiquiatras y psicólogos. El número y la frecuencia de los síntomas varía mucho de una persona a otra, y las manifestaciones clínicas de la enfermedad han cambiado mucho en los últimos 15 años gracias a la detección precoz y los nuevos tratamientos. Estos dos puntos de inflexión hacen que la SPW, la enfermedad de los mil síntomas, sea una dolencia rara especialmente interesante de analizar.
Un diagnóstico precoz
Al nacer, estos niños ya tienen dificultad para alimentarse porque su bajo tono muscular les dificulta la succión. Algunos, incluso, deben nutrirse mediante sonda nasogástrica. Esta hipotonía se convierte en la sospecha determinante para empezar a tirar del hilo y diagnosticarlos mediante una tecnología molecular que hace dos décadas ni existía. Antes los criterios clínicos para identificar el síndrome eran “muy estrictos”, recuerda Míriam Guitart, responsable del laboratorio de genética del Hospital de Sabadell, que en 1996 viajó a Suiza con muestras de siete pacientes para corroborar los casos con técnicas de laboratorio.
El hijo menor de Anna Ripoll, presidenta y cofundadora de la asociación catalana de afectados, tuvo un diagnóstico tácito por la hipotonía y cuadro clínico que presentaba Edu, que ahora tiene 29 años. Un neurólogo del Hospital Universitario Vall d’Hebron (Barcelona) conocía el síndrome porque acababa de regresar de un congreso en los Estados Unidos donde se había hablado sobre Prader Willi.
En cambio Pol, que ya ha cumplido los 16 años, tuvo un diagnóstico más tardío. Francisco Briones, padre del chico y presidente de la Fundación Prader Willi, cuenta que los médicos achacaban su discapacidad intelectual e inmadurez pulmonar a su prematuridad, hasta que a los cinco años una obesidad repentina se chivó del síndrome. “Es bueno tener un apellido cuanto antes para saber a qué te enfrentas, siempre y cuando no se etiquete a las personas”, comenta Briones.
Pero a la detección precoz también hay que sumarle la sensibilidad de dar un diagnóstico poco común. Esther Martín, madre de un niño y una niña de seis años, aún describe aquel momento con voz entrecortada. Durante el embarazo de los gemelos, su preocupación fue Ignasi, al que le detectaron una arteria umbilical única, pero el niño nació sano. En cambio Anna se pasó dos meses en la incubadora sin diagnóstico, hasta que la neuropediatra se lo comunicó por teléfono. “Hacía 15 días que sabía que era una posibilidad, no conocía la enfermedad y lo primero que le pregunté fue cuánto tiempo viviría”. Decidió no regresar más a aquel centro.
Una semana más tarde Anna empezó sesiones de estimulación física y cognitiva con fisioterapeutas, logopedas y psicólogos gracias a la detección neonatal. “Los padres son muy resilientes, empiezan ofuscados pero luego sacan mucha fuerza”, destaca Carme Brun, psicóloga clínica en el Hospital de Sabadell.
Estos niños, de cociente intelectual más bajo, requieren adaptaciones curriculares en el centro educativo, que no tiene por que ser especial. “Nuestro objetivo es que sea feliz y pueda llegar a ser lo más independiente posible”, asegura su madre. Brun confirma que la mayor preocupación de los padres es el futuro de sus hijos.
La hormona de crecimiento
La aprobación de la hormona de crecimiento en el año 2000 en Estados Unidos, y un año más tarde en Europa, también marcó un antes y un después en la evolución del síndrome. La medicación supuso la esperanza terapéutica para cambiar la composición corporal de estos niños, ya que el fármaco disminuye el porcentaje de grasa a favor de la masa muscular.
“Hemos luchado mucho para que la hormona de crecimiento estuviese indicada para los niños con SPW”, reivindica Ripoll, que no pudo suministrársela a su hijo. Hoy los pacientes mayores de edad como él presentan una obesidad más marcada “como si el cuerpo tuviera memoria metabólica”, comenta Raquel Corripio, endocrinóloga infantojuvenil del Hospital de Sabadell, donde los 30 pacientes adultos que se visitan tienen sobrepeso u obesidad.
Pero su homóloga en el Hospital Sant Joan de Déu (HSJD) Lourdes Ibáñez advierte de que esta terapia no es “mano de santo”. En 2013, un grupo de expertos internacionales publicó unas recomendaciones para su uso en la población pediátrica y verbalizó la necesidad de vigilar los efectos a largo plazo, sobre todo el riesgo a desarrollar diabetes y los trastornos respiratorios del sueño. Dar con la dosis adecuada es un “auténtico encaje de bolillos”, añade la especialista.
A día de hoy los 22 pacientes pediátricos de Ibáñez han tomado hormona de crecimiento desde el primer y segundo año de vida, y tan solo uno de ellos presenta obesidad, mientras que en el Hospital de Sabadell 13 de los 32 niños tienen un peso normal. Ninguno de los casos adultos tiene una talla y peso normales. “Los pacientes que ahora son mayores no eran como los que ahora son pequeños”, comenta la psicóloga Brun que lleva más de dos décadas visitándolos.
Anna, que visita el HSJD, se toma el pinchazo diario como un juego. “¿Hoy dónde toca?”, le pregunta la madre. Y la niña señala con el dedo una parte del cuerpo diferente en función del día de la semana: el domingo es el brazo izquierdo, lunes el muslo izquierdo, martes el derecho, miércoles el brazo derecho, jueves una nalga, viernes la otra, y sábado fiesta.
“Si los tienes controlados e instruidos desde el principio no hay ningún problema, pero necesitan una educación muy estricta”, comenta Ibáñez sobre las posibilidades de evitar el exceso de peso y recuerda que los factores sociales también influyen en la progresión de una enfermedad.
Toda la vida a dieta
Los padres de Mia anotan los mililitros de biberón y los miligramos de papilla que toma a diario para llevar un registro que les permita sortear la hipotonía y que la niña crezca al máximo. “Durante los primeros 18 meses de vida deben comer como cualquier otro bebé”, señala Yolanda Couto, dietista del Hospital de Sabadell.
Pero luego las tornas cambian. Cuando Mia tenga un par de años deberá restringir las calorías y practicar mucho deporte, ya que este síndrome es la causa genética identificada más común de obesidad. “En casa comemos fruta, verdura y pescado cada día”, cuenta la madre de Anna desde la experiencia. Aparte de la restricción calórica también hay que tener en cuenta la distribución de los macronutrientes para mejorar la composición y peso corporal de estos niños, tal y como se desprende de la recomendación publicada en 2013 por la investigadora Jennifer Miller de la Universidad de Florida (EE UU).
La tarea que llevan a cabo los padres para controlar el entorno alimenticio de sus hijos es especialmente ardua, ya que después de superar el bajo tono muscular de los primeros años de vida los niños desarrollan ansiedad por la comida a causa de la falta de saciedad. El origen de esta conducta se encuentra en una disfunción del hipotálamo, una zona del cerebro relacionada con el hambre y la saciedad. Por eso tienen la sensación de estar “completamente” a dieta, señala Corripio.
Pol no está obeso pero “es duro”, dicen sus padres que tienen la nevera como si fuera final de mes para evitar conflictos con la comida. Cada uno tiene su estrategia: “Nosotros cerramos la cocina muy pronto cuando Edu tenía 9 años”, cuenta Ripoll que dice que si en casa es complicado fuera es imposible. Su familia se mudó a un pueblo de 40 vecinos para mejorar la calidad de vida de su hijo.
En cambio Anna todavía no ha presentado esta hiperfagia. “De momento no hemos cerrado los armarios, Anna siempre te pide permiso e incluso hay días que te dice que no puede comer más”, cuenta su madre que hace la compra de la semana con ella sin problema. Aunque admite que no puede asegurar lo que pasará la semana que viene desde siempre ha velado para que una dieta muy equilibrada sea un hábito de vida normal en sus hijos.
“No poder pasar por delante de un supermercado no es algo de hoy para mañana, los padres tienen un papel muy importante”, contextualiza Ibáñez. En su caso, Ripoll admite que si hubiese tenido más información hubiese actuado de otra forma delante de las rabietas de su hijo con la comida a partir de los cuatro años.
El próximo reto
Ahora los médicos dudan sobre la efectividad de la hormona de crecimiento en adultos, y ya están en marcha los primeros ensayos clínicos que muestran buenos resultados en los mayores de edad. Hay investigadores que sospechan que la hormona de crecimiento a dosis muy bajas en adultos supondría incluso un beneficio para apaciguar su apetito, pero todavía no hay evidencia en este sentido, tal y como recuerda la Fundación para la Investigación de Prader Willi.
Precisamente el próximo reto del síndrome es vencer la obsesión por la comida. Los padres de los casos más jóvenes se sienten esperanzados y algo alejados de las asociaciones. “No se debe menospreciar el trabajo que han hecho estos padres porque gracias a su lucha hemos conseguido muchas cosas, como el tratamiento con la hormona de crecimiento, pero tenemos necesidades diferentes”, reflexiona Esther, que concluye que su hija no está enferma, sino que tiene una enfermedad.
Mia ha nacido cuarenta años después del primer caso de síndrome de Prader Willi registrado con el mismo síndrome en el Hospital de Sabadell. El azar ha vuelto a coincidir consigo mismo, pero la situación es muy diferente. “Hemos conseguido modificar la historia natural del síndrome”, asiente Gabau con firmeza.